jueves, 3 de octubre de 2013

CAPITÁN, EL PERRO MARINERO

(Érika Stockoholm)


Fue un domingo cuando acompañé a mi madre al mercado y vi algo diferente de lo habitual: un vendedor de perros.
Mi mami no se dio cuenta de que yo ya no estaba a su lado.
Corrí a ver los perritos.
El vendedor me alcanzó uno: negro, de orejas paraditas, inquieto y juguetón, con unos ojos chiquitos y una mancha blanca en el pecho, que parecía un ancla.
 
 Era gracioso y sabía sonreír: una sonrisa rarísima, solo con un lado de la boca, combinada con rápidos jadeos.
Quedé encandilada.
El vendedor me hablaba con entusiasmo, decía que era un perro fino, que era de raza. Solo que no entendía de qué raza era.
Lo decía rapidito, algo así como "chusqui-poodle-dobberman-africano".
Pero me aseguró de verdad, que era fino, que era macho y que se llamaba Capitán. 
 Cuando mi mami me vio y se enteró de que yo había comprado el perro, se le borró la sonrisa de la cara.
- ¡Ay no!... ¡Yo dije que perros no!
 
Salió corriendo a buscar al vendedor para entregarle de vuelta el perrito, pero ¡qué va! Él ya había desaparecido. ¡Qué suerte la mía!
 
¡Oh! Ahora sí, mi mamá estaba cruzada, pues capitán se hizo pipí en el carro.
 
Cuando llegamos a la casa, mi mamá de nuevo se estresó porque las pulgas la estaban devorando.
 
Y además nos dimos con la sorpresa de que Capitán tenía dos chicles pegajosos y bien masticaditos detrás de las orejas, para que se quedaran paraditas, así como las de un chusqui-poodle-dobberman-africano. Supongo...
 
Pero Capitán se quedó con nosotros.
El tiempo pasaba y yo era feliz.
Cuando llegaba del colegio, Capitán corría y saltaba hacia mí.
También me lamía y me sonreía.
Saltaba altísimo. Era tan ágil que se pasaba por encima de la puerta del jardín, hacia la calle.
Él tenía un espíritu aventurero y era conocido en todo el barrio por sus escapadas matutinas. Le encantaba salir a comer a la calle.
 
Llegaron las vacaciones de verano, ¡Qué delicia! Nos preparamos para ir a una temporada a la playa.
Llenamos el carro con palas, baldes, pelotas, toallas y flotadores.
Capitán también fue.
 
 
Llegamos tarde y cada uno se acomodó en su cuarto. Puse la camita de Capitán debajo de la escalera. A la mañana siguiente, empezarían las dos semanas de playa.
 
Por la mañana, Capitán no estaba.
Salí a buscarlo, y luego él me ladró desde el otro lado de la calle, con su sonrisa de mediola'o y su ladrido de alegría.
Cuando finalmente salimos para la playa, Capitán cruzó la arena y por primera vez contempló el mar...
Lo miró estático y en seguida quedó entusiasmadísimo.
 
Desbarató el castillo de un niño llorón, sembró el pánico entre los cangrejos y se tragó la pelota de los jugadores de paleta.
Su sonrisa conmovió al balneario. En la heladería, los niños le regalaban un poquito de helado y en la pescadería, un pescadito frito.
Por la mañana, salimos muy temprano a pescar. Capitán fue el primero en entrar al bote ladrando como un loco, y se sentó en la proa.
Capitán se comió una gaviota. Bueno, casi... Se la hicimos soltar.
¡Nada como la vida en el mar!.
 
Cuando jalamos los peces, él abrió sus ojos con sorpresa, ladrando con emoción canina.
Ramiro, el pescador, le ofreció una galleta "para que no se quede con envidia". Capitán le agradeció con su sonrisa y siguió fascinado.
 
Esa noche, Capitán no vino a dormir a casa. Varias veces fui a mirar debajo de la escalera, pero su camita estaba vacía. No podía dejar de preocuparme. ¿Con quién estaría?.
 
Lo encontré de mañana tomando el sol en la playa. Feliz de la vida.
Una poodle rastafari desfiló alrededor, con ojos románticos y él, en respuesta, hizo tremendos huecos en la playa, levantando la arena y cubriendo con estrellitas brillantes la piel de las señoras, que recién se había pasado el bronceador.
 
Era increíble cómo Capitán se había adueñado del lugar. Todos lo saludaban y le daban regalos. Él, por su parte, les ponía el hocico para que lo tocaran y les daba su reconocida sonrisa.
Terminaba siempre en la playa con Ramiro, el pescador, cuando volvía del mar.
Juntos contaban los peces y capitán comía las delicias que él le tiraba.
Después, se aventaba sobre las redes y se rascaba en ellas enloquecido. Terminaba con el cuerpo enredado y sin poder moverse.
Aullaba para llamar la atención y por supuesto para que lo rescatáramos del lío en que se metía. Alguna vez lo dejé un buen rato atascado para que aprendiera a no ser tan loco. Igual de nada sirvió...
Fueron dos semanas muy divertidas de sol, playa y pescadito frito. Pero ya era hora de partir. El auto estaba de nuevo lleno de palas, baldes, toallas y mi gran colección de piedras de colores que recogí en la arena. Todo listo, salvo algo importante... Capitán no aparecía...
- ¡Capitán! ¡Capitán! - lo llamamos - ¡Es hora de partir!
- Y ese perro que no aparece - era mi padre el que gruñía.
Capitán no aparecía.
 
Todos los autos de la playa ya se habían ido.
Estábamos tristes pensando que Capitán se podría haber ahogado, porque no estaba por ningún lado.
Ni en la heladería, ni en la pescadería.
Oscureció. Saqué mi linterna para seguir buscando...
Pero, al final, tuvimos que irnos.
 
Nadie habló ni una palabra en el camino de regreso.
Todos lo echábamos de menos.
Se veía que mi mami se aguantaba para no llorar... y yo también. Nos miramos y ¡guaaaaá!
Nada era igual.
 
Tanto sufrimos que, el fin de semana siguiente, decidimos volver a la playa para ver si lo encontrábamos.
Nos detuvimos frente al puerto y ...
 
¡Sorpresa!
 
Vimos a Capitán, correteando en el muelle, agitando su cola. Corrí hacia él y Capitán hacia mí.
Me tiró al piso, me lamió toda la cara. Nos revolcamos en la arena y nos abrazamos.
¡Qué alegría! ¡Qué emoción! Lo acaricié, le di besos, para compensar toda una semana de ausencia. Él sabía a pescado.
- ¡Vamos, Capitán, al carro Capitán!, ¡Nos vamos a casa! - grité - ¡Capitán!
El perro paró y miró hacia atrás. Un poco más abajo, en el bote, estaba Ramiro, el pescador, con una red en sus manos, listo para salir a pescar.
 
Capitán corrió hacia el muelle, volteó a mirarme y ladró varias veces. Al final agitó su cola y siguió su camino hacia el bote.
Yo corrí tras él y cuando llegué, Capitán ya estaba instalado dentro del bote. Ramiro, me dijo:
- ¡Qué lindo perro! ¡Y cómo le gusta el mar! Parece un marinero.
 
Iba a decirle: ¡Hey, Ramiro, ese es mi perro y mi papá está esperando en el carro para irnos a casa!; pero... Capitán me dio una sonrisa de pronto..., me di cuenta de que él estaba más feliz, allí en la playa.
- - contesté - parece un marinero.
Se me hizo un nudo en la garganta, pero dije:
- Pórtate bien, Capitán... y no te comas las gaviotas, ¿ya?
Le hice adiós con la mano y Capitán me dio una última sonrisa. Se fueron al mar, y yo, parada ahí, me quedé escuchando cada vez más lejos, los ladridos de mi querido Capitán.
 
En el verano siguiente volvimos a nuestra casa en la playa. Tan pronto llegamos, me puse a buscar a Capitán.
Caminé, de arriba a abajo, por la orilla, pero no lo veía. Ya estaba medio tristona cuando tropecé con Ramiro, el pescador.
- ¡Hola! ¡Qué bueno verte de nuevo! - y continuó - Yo se de alguien a quien le gustaría saber que estás aquí.
Ramiro me llevó por la parte de atrás de las pescadería y ahí estaba Capitán que, al verme, saltó feliz y agitado.
Ladró sin parar y, entre besos y lamidas tipo helado, sentí que él quería mostrarme algo.
Me jalaba y jalaba el pantalón insistentemente.
- ¡Ya, ya, Capitán! Me vas a hacer un hueco en la ropa. ¿Qué quieres? ¿Quieres que te siga, ah?
Fui tras él, hacia un cuartito debajo de una escalera.
Y él me mostró a su nueva familia: ¡ahí estaba echada la rasta-poodle de los ojos románticos, con sus seis cachorritos!
Vi uno, negrito y más agitado que sus hermanos, con una cara de chusqui-poodle-dobberman-africano, que me dio una sonrisa de mediola'o. Lo tomé en mis brazos. Le miré la pancita. No tenía pulgas. Y pensé "mi mamá se va a poner feliz...".
 
 
fin
 
 
 

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